Por Zenaida Ferrer
Añoranza
Vivían en una casita de madera pintada de azul. No había patio de tierra, ni siquiera una maceta con alguna planta. La ansiedad por el césped, los árboles, las flores, el espacio abierto, signó su niñez, con alas nacidas de la ternura con que la madre recordaba paisajes de su natal Tenerife, donde salió al mundo con el cielo por techo y las vetustas y empinadas laderas de las lomas cercanas al Teide por suelo. –“En nuestra huerta ¡sí había flores y mucho verde!, decía. Nacía en los hijos el anhelo secreto de correr libres por el monte, o cultivar una planta, o caminar por el musgo del arroyo, donde las aguas frías caídas desde la cima de la montaña, escalofriaran los cuerpos.
Desarraigo
Había llegado en 1874 en un barco repleto de gente que no aguantaban el desmadre del violento mar. Al gallego José lo conoció en Cuba, “me llevaba 15 años y apenas casados se fue a la guerra entre cubanos y españoles, al lado de sus hermanos, le seguí y en la manigua le parí 14 hijos. Él murió con las ansias de regresar al viejo continente. Yo deseaba volver a mi aldea, mi iglesia, mi casa, y le pedía con fervor a mi virgencita el milagro del retorno”. Así llegó Mamita a sus 118 años. Un día, mientras se mecía en un sillón, cerró los ojos suavemente y su alma pudo ¡al fin! traspasar el océano.
Anhelado encuentro
Cada día se prepara mentalmente para el anhelado encuentro con su primer amor. –Será una cita sin prisas. Trataré de no verme nerviosa. Al verlo extenderé las dos manos para propiciar un abrazo, por si él quisiera.-Gusto en verte después de tantos años, le diría. Él respondería: -También me place encontrarte. Hablaríamos. –Casi medio siglo desde la última vez que nos vimos. –Siempre te he recordado mucho. –Nunca debimos separarnos. –Nunca, corroboraría él. Y ahora la terrible noticia impacta mi alma: está enfermo, muy enfermo y el mar amplio y azul nos sigue separando.
La mal amada
Soñó toda la noche con ese abrazo del amante de otrora, cuando estar cerca de él le quitaba la respiración. Era tan apretado el cerco de sus brazos, que sentía crujir las costillas y el aliento cercano de su respiración. El despertar fue brusco: desalentadoramente sola, sin atreverse a tocar la rudeza de su barba ni sentir el cosquilleo de sus piernas por sobre ella, aunque él estaba dormido a su lado. La realidad se impuso. Mujer mal amada, mal abrazada, malquerida. Se levantó de un salto, para mirarse al espejo. Veía cómo la infelicidad le implantó una máscara. –Ladrón, ¿a dónde te llevaste mi risa cantarina?
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