Confesiones de una mujer grande o de cómo asumir que tener alto nivel de escolaridad, independencia económica y reconocimiento social no impide que muchas mujeres sufran actos de violencia
Por Zenaida Ferrer (*)
Derechos humanos de las mujeres… ¡uff!, esa expresión me suena vacía, formal cuando conozco el cómo viven, trabajan, sueñan y sufren muchas féminas en el mundo. Y no hablo del mundo global, que de tanto globo es etéreo, sino del real que puedo palpar con mis manos y sentidos. Hablo de mis vecinas, conocidas, amigas, incluso, en esta capital de todos los cubanos, y de lo que leo y me informo por la prensa de otros países, hablo sobre las mujeres en el universo.
Actualmente sabemos que un cuarenta por ciento de la población latinoamericana está gobernada por mujeres. ¡Qué bien! diríamos. Me refiero a los gobiernos de las presidentas Cristina Fernández, de Argentina; Dilma Rousseff, de Brasil; y de Laura Chinchilla, en Costa Rica, quienes tienen mucha tela donde cortar para zanjar definitivamente problemas inherentes al comportamiento de sus sociedades que afectan a las féminas. También se palpa que ha ido aumentando el nivel educativo de las mujeres en este continente, pero persisten las tremendas tasas de desigualdad, discriminación y asesinatos por violencia en muchos territorios.
“La igualdad depende de cada uno de nosotros” dicen algunos políticos, y para ello se han realizado transformaciones en los derechos legales, en la educación y en la participación de las mujeres en la vida pública, pero ningún país puede asegurar que está libre de discriminación de género, que se manifiesta en diferencias en sueldos y oportunidades, en la baja representación en puestos de liderazgo, en la obligación de matrimonios tempranos y preestablecidos, en la disparidad y obstáculos para las mujeres y niñas de áreas rurales, en la obstinación por regir la sexualidad y el libre derecho de las mujeres sobre ésta, en el abuso sexual desde tempranas edades y en la violencia continua en todas sus formas, muchas de las cuales perecen a manos de maltratadores y asesinos, sin que la justicia recaiga sobre ellos.
Cuba es otra cosa, y no lo es tanto tampoco. En esta isla, el abuso sexual no abunda, pero sí es una experiencia prolongada y no precisamente un hecho aislado. Cierto, muy cierto quela RevoluciónCubanaha alcanzado en medio siglo, un desarrollo descomunal de sus hembras, primero gateando y después a pasos largos y presurosos, como los del gigante de siete leguas. No hay un ser que pueda desmentir el avance, los estudios, la preparación, la independencia de las mujeres cubanas, pero… ¿igualdad en derechos humanos? Aun falta mucho y no soy descreída por naturaleza.
Traigo aquí una especie de Confesiones íntimas de una mujer grande, profesional de larga experiencia, que ha llegado a asumir cargos importantes dentro de su gremio, que es reconocida por sus iguales por su disciplina, inteligencia y ética; que se ha procurado una constante manera de capacitación y superación, y que goza también de prestigio y del cariño de su familia e hijos.
Pues bien, esta mujer de que les hablo, líder en su gestión laboral, vino a narrarme una parte de su vida, que lleva simultánea con su representación social, pero que nadie conoce ni siquiera sospecha, por lo bien que actúan ella y su pareja, de manera que habitualmente ellos son puestos de ejemplo de felicidad marital, de amor duradero y eterno, de la perfección de hombre y mujer unidos en la profesión y la familia.
Cuenta que desde que se conocieron, surgió un idilio apasionado, adornado de ambas partes con versos y flores, además de buen sexo, algo en lo que ella no era muy experta, y por lo cual se sintió deslumbrada.
A los pocos días de contraer matrimonio, estando en plena luna de miel, él la apretó por el cuello por contradecirlo delante de amigos mutuos, aunque enseguida, percatado de su violencia, la saturó de besos y mimos, de disculpas y promesas de comprensión y trató de borrar el terrible mal momento vivido. Ella, desde ese día, le empezó a temer en su subconsciente y aunque no siempre estaba de acuerdo con lo que hacía y decía su esposo, comenzó a simular una aceptación tácita.
Vinieron entonces largas etapas de idilio romántico y otras de insoportables discusiones y encontronazos, mientras también comenzaron los engaños y la infidelidad del marido, primero, y la humillación, los maltratos de palabra y finalmente, dentro de su propio hogar, amago de golpes que en una ocasión se materializaron y le hicieron mucho daño.
Parejamente, una y otro crecían como figuras públicas, lo que les hizo ser más precavidos para cuidar esa imagen, y también porque ya tenían dos hijos. Así transcurrían los años, con situaciones peliagudas guardadas en el más absoluto silencio (a tenor de que la violencia sigue constituyendo tabú social y familiar) y, por supuesto, ninguno de los dos quería reconocer y menos denunciar que existía esta situación entre ellos. Llegaba el extremo de que pasada una contingencia de ese tipo, nunca más volvían a mencionarla entre sí. Simplemente, la “olvidaban”.
Con cada nueva relación extramatrimonial del marido, sobrevenían exigencias elevadas hacia la esposa para el cumplimiento de tareas, sobre todo las relativas al cuidado del hogar, echándole en cara, indolencias, falta de capacidad para sostener una casa limpia, bien organizada, y lo más cruel, hacerle creer que era la causa de su búsqueda fuera del hogar, pues “ella no tenía habilidades para el buen sexo, no sabía o no quería provocarle nuevas emociones y era una fracasada en la cama”.
Pura demostración de que instrucción no equivale a educación, y que en nuestra sociedad, además de que los rasgos patriarcales siguen latentes, se mantienen también las relaciones de subordinación entre los géneros.
Este “encantador esposo” empezó a experimentar diversas maneras de violencia psicológica, mediante hostigamiento verbal, insultos, críticas permanentes, descréditos, humillaciones y broncos silencios, cuando así lo creía pertinente.
Así las cosas las relaciones sexuales empezaron a ser cada vez más esporádicas y “cuando estamos juntos, él no logra la erección completa. Sin embargo, en lugar de asumir su situación, me culpa por ello y me dice que yo lo tengo que provocar, que él tiene esos problemas porque yo no lo incito, porque estoy en otras cosas, y que eso me toca a mí”, y la hace sentir culpable también por “no ser buena hembra en la cama”.
Aun así, ella prefiere seguir callando por el qué dirán, “porque él es muy bueno con mi familia, con mis viejos, con mis hijos” y, vejada y poniéndose cada vez más desgastada que lo que la edad trae consigo, nunca enfrentó ni le habló a ser alguno de la violencia psicológico-emocional de la que es objeto. Es claro entonces lo difícil que resulta detectar su situación, porque suele ser todavía más silenciada y escondida que si hubiera un escándalo o una pelea definitiva.
Esta mujer grande y hermosa, muy sensible y capaz, se deja apabullar de mala manera, y siente que en algo ha contribuido a enfadar al esposo, cuando ha aceptado una lisonja de un compañero que se siente atraído por ella, o cuando ha mirado con ansias a alguno que es cortés y cariñoso en su trato.
Muchas más cosas me contó mi amiga, tremendas, humillantes, desesperanzadoras. Y aun así sigue con miedo: a dónde ir, qué dirán mis hijos o quienes nos conocen de hace tantos años. Y lo deja pasar, y se consuela pensando que él se irá primero de este mundo. Pero saben qué, asegura que lo ama, que muchas veces olvida todas las vejaciones, disfruta estar a su lado y lo extraña de veras cuando se ausenta.
¡Habrase visto tamaña locura!
Este y otros muchos casos, -el que hoy narramos muy cubano y habanero-, pero que puede ser ubicado en cualquier ciudad, país o continente, evidencian la certeza de que la violencia intrafamiliar, anteriormente consideraba privativa de personas de bajo nivel social y cultural, está presente en todos los estratos y tiene que ver con la creencia de que la mujer y los hijos son propiedad privada de los hombres, y que por lo tanto, se puede abusar de ellos y corregirlos si no “obedecen” o no se ajustan a las reglas marcadas en el hogar desde el punto de vista androcéntrico.
Las transformaciones que ha experimentado la vida de las mujeres cubanas en estos años han llevado a cambios en la identidad de género. Sin dudas, el acceso a la educación, el protagonismo en la vida social, económica, científica, política, hace crecer la autovaloración y la autoestima. También se han reivindicado muchos derechos femeninos como la protección legal frente al cuidado de los hijos o el derecho al trabajo.
Esos espacios conquistados por las mujeres modifican, de alguna manera, la relación entre los géneros, lo cual explica que la violencia doméstica en Cuba sea menor que en otros países, pero aun así sigue apareciendo y el Estado no debe cejar en su misión transformadora y protectora.
¿Cómo brindar confianza a una mujer altamente calificada para decir: “Basta, mi cuerpo, mis sentidos, mi vida es mía, y ningún buen amante, por excelente que sea, puede tomarla como propia, ni dañarla, ni menospreciarla?
A mi juicio, el problema es multifactorial e incluye aspectos psicológicos, emocionales, sociales y espirituales, que requieren el abordaje del tema de la violencia doméstica no solo como patrimonio de investigadores, sino como problema real de todas las sociedades en su conjunto.
(*) Cuba
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