Por Zenaida Ferrer
A ella cada noche la despierta el bullicio del tren: el chu-chu-á sobre los rieles y su agudo y estrepitoso silbato.
Dice que justo a las dos de la madrugada, rompe el silencio el pitar aullante, y que luego se demora tanto en la estación, que ella espera su partida, imaginando la gente que lo aborda o desciende, el trasiego de paquetes y hasta los vendedores ambulantes que no descansan siquiera a esa hora.
Espera en su lecho hasta que el tren parte. Primero despacito y luego acelerando hasta que su pitar se pierde en la noche. Entonces, se queda dormida y en la mañana se siente agotada, como si hubiera corrido todo el tiempo tras el transporte.
Así cuenta un día tras otro, y yo la escucho admirada de su memoria fotográfica, de su aferrarse a una narración detallada y detallosa, como siempre acostumbra.
No importa que lo que relata haya ocurrido 80, 70, 50 años atrás… o sólo cinco minutos antes: ella narra los dimes y diretes, los diálogos exactos entre una o varias personas, con increíble fidelidad.
Cuenta del primer encuentro con el que luego fuera su esposo. Ella, sentada en un taburete en el portal del bohío donde vivía su numerosa familia, escoltada por las bulliciosas hermanas y el enérgico padre. “Llegó en su caballo, con la guitarra aupada como si fuera un niño. Se bajó de la bestia y saludó a todos con una abierta sonrisa. Me miró y supe que era él a quien esperaba. Habló con papaíto y de vez en vez, me miraba de soslayo. No nos dijimos ni una sola palabra. Días después, llegó furtivamente y hablamos, me preguntó si quería ser su novia y le contesté que sí. Eso fue todo”.
“Un mes más tarde, previo acuerdo, me recogió en su caballo y nos marchamos juntos. No nos habíamos dado siquiera un beso en la boca. Yo iba vestida de verde con zapatos blancos y, aunque él se empeñó en decir que llevaba una cinta roja en la cabeza, es broma: nunca me gustaron las cintas en el pelo… lo que sí tenía era un rojo subido en las mejillas, de eso me acuerdo”.
Cambia de tema y cuenta del día en que un amigo entrañable la encerró en un baño con una rana, ambas bien asustadas y amigas al final del episodio y, luego sin transición, de la mudada familiar a la casita azul, donde nació su sexta hija.
Justo a dos cuadras de allí, pasaba la línea del ferrocarril. El tren era un espectáculo para todos. Cuando pasaba el de la capital o retornaba hacia el extremo oriental del país, la estación reverdecía, llena de gente cargada de equipaje, de pregoneros voceando sus matahambres y de lágrimas y alegrías, de despedidas y reencuentros.
Vuelve entonces al ruido de la madrugada que la mantiene en vela. “Yo creo que anoche ese tren estuvo parado más tiempo del habitual. Oía el ir y venir de los viajeros y el pitazo de arrancada demoró como una hora o más. Estoy exhausta. Voy a dormir un rato”.
Así dice y vuelve su cuerpo de 90 años de cara a la pared.
Y yo la miro y la admiro. Ella vive desde hace muchos años en el centro de la capital habanera. La línea de ferrocarril y la estación de trenes más cercana están a muchos kilómetros de su casa. Aun así, cada mañana narra al detalle los avatares de la llegada y la salida del tren de su memoria.
No la desmiento. Pienso que con ese parloteo, incentiva sus neuronas y su imaginación vuela.
No lo sé a ciencia cierta, pero creo que de lo que habla realmente a diario es del tren de su vida, de recibimientos y partidas (más de estas últimas) y de cómo, tras el bullicio, la estación se queda sola y vacía.
Excelente y conmovedor relato. Hay mucho sentimiento y vida en esa historia de amor. Felicidades.