Por Daniel Os
Cambiamos. Lo admitamos o nos avergüence, cambiamos. Cambiamos de hábitos, de gustos, de conductas, de placeres, de tolerancias, de vocaciones y de entornos.
Mutamos. Evolucionamos, cuando lo es de manera pretendida, en direcciones que nos enorgullecen; más cuando es con sacrificios de los que ya se diluyeron sus penas. Y nos alojamos entre nuevos estándares en los que estamos más conformes, nos encaminamos hacia próximos desafíos con la seguridad personal que nos imprime el último logro.
Sin embargo no cambiamos nuestra esencia. Y eso nos enorgullece aún más.
Somos fieles a nuestra esencia y la exponemos a nuestras nuevas formas de ser conservándola ilesa a todas nuestras transformaciones. Lo curioso es que no sea curioso. Porque nuestra esencia inalterable es, finalmente, un ancla que no nos permite más modificaciones que las superficiales. Podríamos ensayar evoluciones más significativas si nos desembarazáramos del deber, o la inhabilidad, de conservar la esencia. Si cada uno está orgulloso de su esencia y si muchas personas son sujetos de nuestra admiración, incluso teniendo una esencia distinta a la nuestra, ¿cuál sería el riesgo de tener otra esencia? ¿Por qué no modificar la esencia también y estar orgullosos de la nueva?
Renunciar, recomenzar, replantearse objetivos y finalmente atrevernos a nueva carrera profesional, afectiva, social o espiritual no será completo si no atacamos a nuestras propias estructuras, no levantaremos vuelo si no soltamos lastre… no habrá nueva experiencia si la deseamos vivir desde nuestra vieja esencia.
La esencia nos aporta en aceptación personal y en equilibrio social, es una herramienta de certeza que apuntala y da consistencia a una personalidad sedentaria. Por eso el orgullo de no modificarla es en realidad el alivio de haber progresado sin haber postulado un cambio real, drástico y, potencialmente, crítico.
La esencia es nuestra naturaleza, mutable como la de todas las cosas.
Fragmento del Libro de los Buhures (KyiMakuraRamén, 1235)
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