Por Daniel Os
Tus delicados pies de geisha urbana caminaron ligeros hacia los míos, cansados ya de tanto tropezar. Inquieta, agitada, tu tímida mirada se detuvo inocente en el suelo. Encandilado por los rastrillados destellos de tu pelo negro también bajé mi mirada.
El vapor de tu respiración se estrelló contra mi pecho y me quitó el aire. Tu aroma me embrujó y quise, aunque no pude, mirarte a los ojos. Busqué tu boca, ingenua y sabia, joven y delicada hasta la obscenidad.
Que no dijeras nada te dije, que nos habíamos elegido, que nos buscamos en todas las eternidades pasadas y que este viaje nos había encontrado. Tus cejas se plisaron buscando respuestas en mis ojos y, como si hubiera sido posible estar aún más cerca, te tomé de la cintura, sentí la tibieza de tus mejillas sonrojándose y, con furiosa ternura, te aprisioné contra mí. Cerré mis ojos, me sentí volar y te besé.
–¡Apretujada en este tren a las siete de la mañana, si se me ocurriera besar a alguien, sería a mi novio, asqueroso! –clamaste dándome carterazos.
0 comentarios