La geometría del amor

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Por Sebastián d’Albuquerque

Nos amamos, de seguro nos amamos, y es simple la afirmación porque no había ella ni había yo. Nos amamos y éramos una llama sin humo. Y nos amamos hasta el día en que del uno surgió el dos, quiero decir que ya hay una que es ella y hay uno que es yo, no nos dimos cuenta ni nos preocupamos; hasta donde conocíamos, conocíamos el amor. Pero entonces el amor ya tiene palabras y posibilidades; el amor y el desamor. Y así es que fue hasta el momento en que el desamor se hizo evidente, desde ese entonces que ya somos cuatro en el amor. Ahora hay una ella que me ama, una ella que me desama, hay un yo amándola y hay también un yo desamándola. Y esto volvía al amor confuso, claro, porque ya no hay, o había, o habrá -no sé el tiempo-: amor; para esos momentos ya hay entre nosotros todas las reglas que alguna vez nos habían enseñado del amor, habitando entre los ocho que nacieron de esos cuatro. En esos ocho hay una ella que me ama porque yo la amo, una ella que me ama porque yo la desamo, una ella que me desama porque yo la amo, una ella que me desama porque yo la desamo, un yo que la desama porque ella me ama, un yo que la ama porque ella me desama, un yo que la desama porque ella me desama y un yo que la ama porque ella me ama. Bien, para este entonces nuestro amor se transformaba en una estrella octaédrica. Para ese entonces ya se hacía difícil creer que ese octaedro se pareciera a la esfera que nos gustaba ser. Nos quedaba probar con el icosaedro o seguir hasta llegar al dodecaedro. Y esta parte se pone más confusa, porque hasta ahora todo esto necesita de dos personas pero se construye en una sola, porque para seguir con la geometría sagrada ahora necesitamos un yo y una ella surgidos de un yo, y un yo y un él surgidos de una ella; que nos llevarían a que nuestra estrella se haga dos, que se harían cuatro porque ese él estaba construido con un otro, y mi ella fue construida con una otra, o varios otros haciendo un él y varias otras haciendo una ella. Dejame pensarlo, no se muy bien cómo, pero estoy seguro que lo que construíamos era la flor de la vida. No importa, porque ya cometimos muchos errores, porque nuestro amor se fragmentó en una pareja, que se fragmentó en la palabra, que se fragmentó en el deber. Y como es hábito que el deber se fragmente en costumbre nuestro dodecaedro no podría llegar a ningún lado. Por suerte, o traición, del destino, o del devenir, cada punta de nuestra estrella hectaédrica es un tetraedro y cada tetraedro tiene un punto en el centro que es fácilmente confundible con la esfera que contiene al dodecaedro que somos aunque todavía no tengamos la imaginación o el conocimiento matemático para serlo.

Imagen: Florencia Ortega

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