El mismo mar de todas las habanas

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Por Laura Charro

Leí una frase de Jean-Paul Sartre que decía: “hay que escoger: o vivir o contar”, y aunque antes pensaba lo contrario hoy creo, empíricamente, que soy mejor para lo primero que para lo segundo, aunque a veces me den ganas -como ahora- de escribir sobre una ciudad que es muchas al mismo tiempo y tiene artículo femenino en su nombre, ese que amo repetir y escuchar cómo suena: La Habana.

Nada es como debe ser sino como ella quiere. Nada está librado al azar. Quien entre y se anime a dejarse llevar tendrá la custodia gratuita y sagrada de Yemayá y Ochún -o, si se prefiere, la mismísima Caridad del Cobre- , la brisa húmeda del mar como fiel acompañante, un malecón luminoso que hipnotiza, historias de viejas y poderosas revoluciones que asoman como fantasmas enormes y algo oxidados, las miradas francas -porque las hay- que le escapan al cliché trillado y peligroso del ron/habano/mulata; y, sobre todo, contará con la energía mágica de esta ciudad que todo lo maneja, como un gran rompecabezas donde cada detalle es una pieza y ninguna es menos importante que la otra. Las personas que deseaba ver siempre me las crucé en las calles de La Habana, inesperadamente, como en una rara y sospechosa casualidad. Aquellas otras, que no sabía que iba a conocer, también. Porque esta ciudad regala encuentros y los posibilita, siempre. Solo hay que prestar la atención necesaria y abrir el corazón.

Hay una Habana de pasión y melancolía, con un pasado histórico de independencia -con cañones antiguos que aun miran al mar, desde el morro que todo lo vio, y custodian la vieja habana-, con luchas revolucionarias contemporáneas, de grandes e inigualables, de ideales socialistas y utopías que (me) apasionan, con presente de cambio que aún es sólo una lejana luz que no echa claridad todavía a nada ni a nadie. Las pasiones palpables, en realidad, son esas que se escuchan en el exacto segundo posterior a cuando termina el juego de pelota y Cuba sale campeón en béisbol de la Serie del Caribe. Gritos como brisa sonora en toda la ciudad, de esos que en mi país sólo se escuchan al unísono cuando argentina hace un gol en el mundial de fútbol.

Habitan submundos ilegales, clandestinos y naturalizados, empeñados en “el invento” y en “la lucha”, dedicados a intentar superar el escaso sueldo que no alcanza pa´ na´, pero aquí nadie se muere de hambre, chica. Se vende lo invendible, se convence a quien sea de lo que se necesite, se seduce al/la yuma que anda tirando fotos, engañando un poco si hace falta, persuadiendo con convicción y en todos los idiomas.

¡Último! Grita la mulata que se acerca al gentío y espera que le digan quién es la última persona de la fila imaginaria en la puerta de la panadería. Y un negro viejo y flaco me ve pasar en este día de lluvia invernal y caribeña, con mi paraguas prestado y cerrado y me grita (o advierte) ¡oye, que si se sigue mojando le viene catarro! Y me acerco a la cafetería callejera; voy por mi café oscuro y pequeño a peso en Moneda Nacional por calle 25 y G, y la mujer que atiende ve mi monedero y me cuenta que ella anda con sus monedas siempre sueltas, que los monederos se los compra por gusto y pa´ na´ . Y subo a la guagua que me lleva a la Habana vieja y está atestada de gente, esto es candela y pica pica grita un hombre blanco y panzón, no parece entrar nadie más pero alguien me hace lugar y me ofrece la mano franca -como dice Martí- por la que logramos subir mi mochila y yo; y en pleno viaje alguien me saca de mi concentración en las uñas largas, postizas y de colores con dibujos diminutos de una negra, para preguntarme, sí, soy yuma, de argentina, de Rosario y sí, como el Che y como Messi, ya tu sabe´…

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