Ridia no se llevó su piano

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Por Zenaida Ferrer

Ridia poseía un piano blanco, muy cuidado, que en aquel barrio humilde donde vivía, era un lujo insospechado para la mayoría de los convivientes, de ahí que las niñas cercanas lo adoraran como si fuera un tótem.

Estaban en esas edades en que no se sabe de envidia ni de bajas pasiones, así que entre todas existía una abierta admiración por las cualidades de cada una, pero en especial, por el don de Ridia, muchacha bajita, llenita, dotada de una voz de soprano que admirarían los mismos ángeles además de tocar el piano con destreza y pasión.

El grupito de niñas-adolescentes que transitaba por ese momento indescifrable de la vida, en que no sabía escoger claramente si jugar con muñecas o leer versos de amor de José Ángel Bueza o novelitas rosa de Corín Tellado, salía cada mañana hacia la escuela secundaria, en donde cada una estudiaba en diferentes cursos.

Por el camino siempre conversaban y, en muchas ocasiones, mientras unas se adelantaban dando saltos y carreritas,  Ridia cantaba para animar el paso. ¡Qué melodía, qué sentimiento en su voz!

Algunas tardes-noches, en casa de Ridia -pequeño chalecito de mampostería, con portal, sala, dos cuartos y una amplia cocina-comedor, mucho mejor que la mayoría de la viviendas del resto de las niñas- todas se reunían a oírla cantar y tocar su piano.

Un día notaron que Ridia se apartaba del grupo, había faltado a clases y cuando regresaba de la escuela, se quedaba encerrada en su casa, sin salir a jugar y a conversar. “Seguro los padres la tienen castigada por enamorarse”, dijo Esperancita, argumentando que la había visto muy cercana a un chico de la escuela, intercambiando miradas y suspiros. “Creo que ya no le gusta andar con nosotras”, comentó Lily. Mientras Jade, la mayor del grupo, haciendo gala de su recién estrenada experiencia amorosa, sentenció: “Es que no quiere que el novio la vea jugando como niña chiquita”.

Así, las cosas, una tarde que decidieron llamar a su puerta, la oyeron llorar y discutir con su madre, luego que el padre regresara de uno de sus múltiples viajes a no se sabía dónde. “No madre, no me hagan esto, no quiero ir, déjenme al menos terminar la secundaria”, se escuchaba desde afuera la voz lastimera de Ridia, gritando, implorando.

Por supuesto, las amigas se marcharon en estampida.

Pero, para alegría del grupo, pasados unos días del susto por lo que supusieron represalia de la familia por estar enamorada, Ridia las invitó a su casa esa tarde. “Voy a tocar el piano y cantar para ustedes”. “Parece que le levantaron el castigo”, aseguró Esperanza, mientras muy alegres les entusiasmaba la idea de la tertulia.

Sin ponerse de acuerdo, todas se emperifollaron con las ropas domingueras. Al llegar juntas, la mamá les abrió la puerta e invitó a pasar a la sala y a sentarse. A los pocos minutos salió Ridia y las besó una a una y a todas les regaló una hebillita para el pelo, diciendo que su padre las había traído de su último recorrido de trabajo.

Se sentó frente al bello piano… tan blanco… tan resonante… como un fuerte imán para las arrobadas criaturas. Tocó y cantó canciones líricas que les embelesaban y luego tornó a interpretar piezas de un repertorio musical más actual.

Ridia cantaba coreada por las niñas, una canción de moda: “la noche del adiós, la oscuridad estará, a nuestro alrededor el sol no alumbrará, vacía nuestra casa, todo será una sombra …” y ahí mismito se echó a llorar con tal fuerza y temblores que ellas se sintieron sorprendidas y empequeñecidas.

La enérgica madre les hizo un ademán con la mano conminándolas a salir y así lo hicieron, sin acercarse a Ridia, sin siquiera preguntarle por qué lloraba ni intentar consolarla.

Paradas en la acera, sin saber a ciencia cierta qué había pasado, las amiguitas trataban de entender la situación: “Seguro que sus padres le obligaron a dejar al muchacho”, se aventuró a decir Lily, mientras Jade afirmaba: “fue la canción, lo que dice la canción, lo que la puso triste, es una despedida a su primer amor”, y se jactaba de haber hecho la mejor interpretación posible, como le correspondía. “Ustedes no saben de eso, son muy niñas…”.

Al día siguiente Ridia no fue a la escuela, ni al otro, ni al otro. Había mucho silencio en su casa cerrada, donde cada vez que podían, las niñas tocaban en la puerta.

Una tarde, cuando iban por rutina hasta la casa de Ridia, les llamó la atención un enorme sello blanco pegado entre la puerta y su marco, con un letrero que era un jeroglífico para ellas: Recuperación de valores del Estado. Rezaba en letras negras.

Pasaron los días con sus noches y no se sabía nada de la artista-amiga, la mejor cantante que habían escuchado, la única que tenía y sabía tocar un piano.

Aburridas y medio tristonas, las niñas se sentaban una mañana dominguera en una gran piedra al borde mismo de la calle, justo cuando vieron llegar y parquearse un enorme camión de mudadas que casi se metió de lleno en el portal de la morada de Ridia.

Descendieron varios hombres, rompieron el sello de la puerta y comenzaron a entrar y salir cargando sobre sus hombros el mobiliario de la vivienda. ¡Ni hablaban de tan perplejas! ¿Una mudanza sin los dueños? Imposible, ahí había algo raro.

De pronto un sonido discordante rasgó sus oídos y las puso en guardia. Era una nota aguda como quejido lastimero, nada más y nada menos que del piano blanco al ser levantando en andas por cuatro forzudos cargadores.

No lo podían creer. Esos hombres malos se llevaban el tesoro del barrio, la reliquia más querida, la música de los pobres, el piano más lindo del mundo.

Cuando el camión partía, con los ojos ensanchados por la sorpresa y mientras las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas, en silencio, las niñas del barrio le dijeron adiós.

*El sello de Recuperación de valores del Estado, se le ponía en los años 60 a las viviendas, cuyos moradores emigraban de Cuba hacia Estado Unidos.

Imagen: Joan Alfaro Cabrera

Commentarios de Facebook

1 Comentario

  1. MARTA

    LEÍ EL CUENTO…ME GUSTÓ….¡¡ADELANTE CON ESAS PUBLICACIONES! ABRAZOS…MS.

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