Por Zenaida Ferrer
Ahora que vive mejor, más cómoda, desahogada y tiene su propia familia, con un hijo que adora, Tanta se ha vuelto más huraña, hipersensible y hasta parece sufrir de algo parecido al “delirio de persecución”.
Está paranoica y de tan linda, jovial, desenfadada y atrevida, se ha ido convirtiendo en una mujer peleona, desajustada, siempre cobrándole cuentas a las gentes por lo que vivió o dejó de vivir, por sus fracasos y despechos, por el corte despiadado del cordón umbilical que la ataba a su vida anterior.
Su acento es más castizo que el de cualquier andaluza nativa, porque no quiere que reconozcan su origen y por ello, Alvarito, su hijo pequeño, pueda ser menospreciado. De manera que habla, piensa y se comporta como una auténtica hija de esa tierra, y quien la conoció antes en Cuba, no puede identificarla con su española máscara.
Cerró el capítulo cubano y no se da licencia ni para intercambiar el más mínimo saludo con personas que pertenecieron a su pasado: atrás quedaron hermanos, sobrinos, amigas y amigos, y cuando murió su madre, se fracturó para siempre el nexo que la ataba medianamente a la isla caribeña.
“¿Su historia? Sí, no es una novela rosa precisamente y condiciona su manera actual de ser desconfiada y rencorosa, pero debía tener un límite”, evoca Dulce.
… Apenas tenía 16 años cuando su madre, casada en segundas nupcias, con dos hijos varones y ella del primer enlace, y un bebé pequeño del segundo, la sacó de la casa por no entenderse con el padrastro. Afuera era como la misma jungla, y Tanta, en su adolescencia florecida, estaba desvalida. Su novio, de igual edad, la recogió y llevó a su hogar, donde una mujer inteligente y comprensiva la asumió como hija propia, la ayudó en los estudios y luego le consiguió su primer empleo.
El romance de los dos jovenzuelos fue idilio tenaz de descubrimientos pasionales y juramentos de amor eterno. Luego, un día, él se marchó a estudiar una carrera universitaria por cinco años a un país muy lejano. Ella quedó varada, triste, ausente. Ya no encajaba en el ambiente familiar de él y se fue a vivir sola, en un cuartito, donde rumiaba sus penas.
“No digo que pasó hambre, pero el alimento no abundaba, y casi siempre estaba sin dinero y sin afectos cercanos, con excepción de algunas amistades, entre las que me cuento”, cavila Dulce.
Cuando regresó su amor, ambos trataron de revivir la pasión y la ternura y hasta firmaron los papeles de matrimonio, pero no funcionó y retornó el ambiente de desamor y desencuentros, de carencias materiales y afectivas y Tanta se iba aislando cada vez y se enquistaba en sí misma.
Aparecieron entonces nuevas “amigas” que vivían a costa de una profesión tan anciana como la vida misma: vendían al mejor postor su juventud y su cuerpo.
Un día, toda bien vestida y hermosa, le dijo a Dulce: -“Tengo un novio español, es empresario y está muy enamorado de mí”.
Empezó a vestir y calzar prendas de marca, usaba perfumes caros y siempre tenía dólares en la cartera. Ayudaba a su madre y hermanos con esas dádivas y sonreía en espera de trámites de sus documentos para emigrar con su “amado”. –“Nos casaremos y me llevará con él”, y ya soñaba con otra geografía y hacía planes para su futuro promisorio.
Pero, de pronto, andaba nuevamente taciturna. –“¿Qué pasa? ¿Dónde está el príncipe azul encantado?”, indagó Dulce.
–“Se fue y no va a volver. Me confesó que es casado y que ya se estaba complicando mucho conmigo”.
Sobrevinieron muchos días de lágrimas y desencanto, y no porque hubiese estado muy enamorada, sino por las ilusiones perdidas.
Así las cosas una de las amigas de turno le prometió mostrar su foto a españoles que conocería próximamente porque viajaría al viejo continente.
-“Te voy a conseguir un novio español”, le aseguró.
Y efectivamente, al poco tiempo la llamó desde Madrid para darle la buena nueva: -“Alístate y prepara tu equipaje con ropa de playa, que un gallego que conocí quiere ser tu novio. Él te buscará la semana próxima para llevarte a pasar unos días en Varadero, adonde viajará acompañado por sus hijos, que están locos por conocer a la futura novia cubana.”
Todo parecía un sueño.
Tanta estaba flamante hasta conocer al novio: 70 años, calvicie pronunciada, abdomen prominente y sonrisa de sátiro, pero le confesó a Dulce, –“fue muy galante conmigo, incluso en la habitación que compartimos”.
El anciano novio, y los presuntos hija e hijo la aprobaron de inmediato, se mostraron amables y le hicieron promesas de una vida dulce y sin miserias cuando estuviera junto a ellos en España. Aun así, de Varadero regresó Tanta con un rictus permanente en las comisuras de los labios y una arruga de preocupación surcando su frente.
Corría el año 1997 y Cuba se asfixiaba por múltiples carencias materiales. Pero ella tenía dólares y pronto emigraría. ¡Se sacó la lotería!, decían algunos, pero Dulce no compartía esa euforia.
En el mes de julio viajó hacia su nueva vida. Iba de rojo vestida, toda iluminada y nerviosa. Se despidió de la madre, de hermanos y de contados amigos.
-“Escribiré, no se preocupen. Voy a ser feliz”, sentenció a su partida.
Pasaron meses de silencio total, y una mañana, el cartero llamó a la puerta de la casa de Dulce y le entregó una carta. Era de Tanta, ¡qué alegría! Con manos temblorosas, rasgó el sobre y se enfrascó en la lectura de una larguísima misiva, cargada de anécdotas.
“Ahora estoy bien. Así que cuando recibas esta carta no te asustes. Quiero que la leas y la rompas y no le comentes a nadie su contenido. Te escribo porque ¡necesito desahogarme!”.
Era como un grito de la amiga lejana.
Llegué a Madrid un hermoso mediodía veraniego. En Barajas cambié a un vuelo doméstico y en una hora y tanto estaba en el aeropuerto de Málaga. Allí me esperaba mi novio, solícito y perfumado. Me pidió los documentos y se encargó del equipaje.
En un moderno auto de su propiedad nos trasladamos a Marbella, transitando por una carretera que va bordeando la costa, allí mismo donde empieza la famosa Costa del Sol que siempre se menciona en las novelitas de Corín Tellado, ¿recuerdas? De veras que es preciosa y yo sentía que mi corazón se ensanchaba y miraba a mi pareja y ya no lo encontraba tan viejo y arrugado. Me sentía feliz.
En llegando a su casa, me mostró la vivienda y me dijo que pasara a la alcoba y me bañara y que luego comeríamos, y me dejó sola en el cuarto que compartiríamos a partir de entonces. Me halagó que no se mostrara desesperado por el sexo y tomé como una cortesía la bata de baño que dejó sobre la cama.
-¿Tus hijos?
–No están ni vendrán hoy, fue su escueta respuesta que me dejó sorprendida.
Al rato retornó a la habitación e hicimos el amor a su manera, con mucha maña para compensar su poca erección, y entonces sí sentí su olor a viejo, a sudor agrio bajo el perfume, a persona insana… mientras fingía un orgasmo ostentoso, me preguntaba ¿qué hago aquí?, ¿quién es este hombre?, ¿cómo llegué tan lejos? Y en cuanto me dejó sola lloré largo rato hasta quedarme dormida.
Ni ese día ni los siguientes vinieron sus hijos ni me dio mi maleta y documentos, siempre alegaba : –“joder, ya tendremos tiempo para paseos y modas”, y me pedía envolverme en batas de felpa, de seda, de franela, que dejaba sobre la cama a manera de regalos. Pasaba muchas horas en soledad pues cada día salía desde el amanecer, y aunque nunca faltó el alimento en la mesa, tampoco tuve acceso a quien cocinaba, pues la puerta de la cocina permanecía cerrada.
A mi reclamo por tal encierro, aflojaba el rostro, y mimoso me prodigaba caricias y sonrisas, diciendo “hija mía de mi corazón, es que tengo miedo que tanta belleza sea contemplada por otros ojos. Vale, te estoy preparando una gran sorpresa y viajarás y verás mucho mundo”. Así prometía.
Al tercer día, casi anocheciendo, ya alarmada por sentirme presa en el sentido literal de la palabra, oí voces en la cocina y acerqué el oído a la puerta que la dividía del comedor. Era la “cocinera” parlando con otra mujer: –“Es el colmo, me trae a esta cubana hija de la gran puta, la instala en nuestro cuarto y me obliga a servirla sin dejarme ver, hasta que aparezca el tipo del negocio que se la llevará”.
Caí en estado de desesperación, grité, pateé la puerta, y al no lograr respuesta, me fui al cuarto en busca de un escape y caí desmayada. Cuando desperté y lo sentí llegar, fingí dormir.
A la mañana siguiente, en cuanto se marchó, decidí jugarme todas las cartas con la mujer que supuse era su esposa: la llamé a gritos, aduciendo sentirme enferma y cuando acudió, (una mujer de más de 60 años, algo huraña y con miedo en sus ojos, que con el dedo índice sobre sus labios me conminaba a callar), le pedí por sus hijos que me dejara marchar.
-¿Hijos?, yo nunca he tenido hijos, aseguró.
Y yo insistiendo: -“Por dios, por todas las vírgenes y santos, por lo que más usted quiera, ayúdeme a irme ahora mismo”
-“No puedo, si lo hago, él me mata”, fue su ácida respuesta.
Traté de contarle de mí, que nunca supe de su existencia, que no quería dañarla ni ofenderla, pero ella comenzó a empujarme hacia el cuarto y trataba de poner su mano sobre mi boca para que callara. Al fin, le di un golpe con una silla y la tiré al piso y salí corriendo hacia la cocina y de ahí escapé por la puerta del fondo.
Corrí cuadras y cuadras sin mirar hacia atrás, sin ver la gente que pasaba por mi lado, corrí innumerables calles y de pronto vi una casa con la puerta abierta y entré como una tromba. Una señora canosa gritó ante mi presencia y yo me puse de rodillas abriendo mi bata para que viera que no tenía arma ni ningún objeto para agredirla y clamando que me escuchara antes de llamar a alguien o a la policía.
Por mi acento y fisonomía sabía que era extranjera, pero dijo sentirse aliviada de que no fuera árabe. Me señaló una silla y mantuvo en alto un búcaro de cristal que había tomado para defenderse en caso necesario.
Le di detalles de mi viaje y motivos, y de mi escapada al conocer accidentalmente que había caído en una trampa de comercio de mujeres, y le pedí que me dejara, al menos, hacer una llamada por teléfono y no me entregara a la policía pues carecía de documentos.
Siempre desconfiada, pero con mucha solidaridad en su mirada, me permitió llamar y lo hice a mi anterior novio, el de Madrid, quien al escucharme se mostró muy alarmado y me recordó que no tenía ningún compromiso conmigo. Le pedí calma y que me escuchara y al final, me prometió ayuda y habló con la dueña de la vivienda que yo había tomado por asalto, quien le respondió que me acogería hasta el día siguiente: -“solo 24 horas y le pasaré sus gastos, ¿eh?”.
Cuando al día siguiente mi ex novio llegó, me abalancé llorando hacia él, conmocionado a ojos vista, pero frío y manteniendo distancia: – “Te traje ropa y zapatos para que estés presentable al llevarte a la policía”.
Me horroricé enseguida, pero de manera tajante cortó mis emociones y protestas: “No tengo mucho tiempo y aquí las cosas se hacen como yo digo. Iremos primero a la casa de este tránsfuga a recoger tus pertenencias y documentos. Quédate en el auto y no hables con nadie”, fueron sus precisas instrucciones.
Temblando esperé agazapada en el carro, cuando retornó colérico y bravucón, con mi pasaporte y maleta. Quise besarlo y abrazarlo, pero me distanció con energía.
-“Tienes dos caminos: te regresas de inmediato a Cuba o te llevo a la policía y te acoges como refugiada, pero sin involucrarme”.
Decidí quedarme. Había vendido y regalado en Cuba hasta la última de mis pertenencias, no tenía casa ni muebles, ¿mi familia? ¿a dónde regresar? ¿a qué?
Me dio algo de dinero y me dejó justo frente a una comisaría. Se marchó enseguida sin siquiera voltear la cabeza ni querer saber qué iba a ser de mí.
En la policía no conté mi historia real, ¿para qué? Me vería envuelta en juicios y asuntos legales, dije simplemente que había llegado invitada por amigos que luego me dieron la espalda y quería quedarme en el país. Deambulé de una a otra oficinas llenando planillas, respondiendo las mismas y muchas preguntas, y al final me pusieron en una fila de inmigrantes que serían llevados a un motel de refugiados.
Había gente de todo tipo y nacionalidades, árabes, africanos, europeas de los antiguos países socialistas, algún que otro latino con cara y porte de narcotraficantes, y esta cubana esmirriada y temblorosa con más deseos de llorar que de continuar su aventura.
Para hacerte corto el cuento, en la noche huí del motel por miedo a los otros extranjeros y llegué a un hotelito modesto, pero muy limpio, pagué y, por primera vez desde que salí de La Habana, dormí de un tirón hasta la mañana, en que salí y recorrí calles y más calles hasta entrar en un local donde un cartel solicitaba una ayudante de cocina. Resultó una especie de casa de huéspedes, bien alejada del centro de la ciudad. Los dueños estuvieron de acuerdo en que trabajara por casa y comida, así que empecé de inmediato a pelar patatas y especies, a fregar suelos y losa, y a traer canastos del mercado más cercano, sin tener la obligación de contar mis penas.
Justo allí se hospedaba un hombre solo unos años mayor que yo, muy callado y poco comunicativo, pero sí atento y caballeroso. Julio es su nombre y, aunque trabajaba en algo militar, siempre andaba vestido de civil. Estaba atravesando malos momentos por un controversial divorcio, y la dueña del negocio, muy en su papel de celestina, trataba de meterlo por mis ojos y viceversa.
Pasados unos días, me sinceré con Julio y le conté lo ocurrido. Prometió ayudarme, y en un mes más, me sacó de la pensión y me llevó a su apartamento ubicado dentro de un recinto militar. Me cuidó de tal manera que terminamos casándonos en la primera oportunidad, también como garantía de obtener mis papeles de residencia y luego de ciudadanía.
Así que ahora estoy bien, Julio me ama y yo lo respeto y le estoy agradecida. Me siento segura y respaldada. Ya luego te cuento más… Por favor, no olvides deshacerte de esta carta.
Así le contó su amiga Tanta, nombre que le puso su hija menor, al no saber pronunciar el verdadero.
Varios años después Dulce viajó a España, la llamó y Tanta le pidió que fuera a visitarla. Alvarito había crecido y ella se refugiaba en él con demasiada entrega. A Julio lo marginaba y cuando conversaban, le espetaba que él no era parte de su pasado y no tenía derecho a ser amigo de su amiga, ni siquiera podía llamarle Tanta. Le contó de encontronazos con la madre y familia de su esposo, “todos quieren hacerme daño a mí y al niño”, decía, y ya, ostentosamente hablando con acento andaluz, muy pegada a los vale, ve a que te den por culo, y otros comodines que los españoles usan con soltura y desenfado, se alejaba de su propia manera de ser.
Aun así, la abrazó muy fuerte, llorando, y le contó una andanada de pormenores de su nueva andaluza vida. Ahora preparaba detalles obsesivos para que Alvarito tomara la comunión con el mejor traje en venta en la ciudad; le pagaba una escuela privada, y ella no se permitía (ni siquiera admitir en el diálogo entre amigas) una vacilación en la manera de hacer y de decir: tono, dicción, gracejo español, todo perfecto.
Cuando se despidieron, prometió escribirle a Dulce nuevamente, y lo hizo por correo electrónico durante los primeros meses. Luego fue un prolongado silencio. Otra vez, llegó la nada. Nunca más un mensaje, ni una fotico, ni la más mínima señal de vida.
Dulce envejece y añora saber de su amiga. Solo una frase le viene a su mente: a esta cubana se la tragó Andalucía.
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