Por Daniel Os (*)
– Acérquese jovencita – le dije con la misma austeridad jocosa que siempre recibe con una sonrisa corta pero genuina -. Te estaba esperando.
La acerqué con fuerza contra mí, la miré a los ojos y antes que los de ella y los míos se empañaran le dije cuánto la quería. Se lo volví a decir y aunque ya me lo había escuchado mil veces, le gustó oírmelo. Se quedó callada al principio, le dio pudor pero se le leía en la mirada lo que estaba sintiendo. Después se animó, me abrazó fuerte y también me dijo que me quería.
A veces, nos quedamos ratos largos sin decirnos nada y por romper el silencio, por temor a que el otro no lo esté disfrutando como uno, nos hacemos bromas. Nos matamos de risa… nos gusta reírnos de cosas absurdas, el otro día se hizo pasar por la dueña de una pastelería que me contrataba para atender su local. Por más de una hora estuvimos inventando sabores imposibles de dulces y condiciones ridículas de trabajo.
Caminamos un rato de la mano y me preguntó porqué le dije que la estaba esperando. Tiene la habilidad de transitar de un tema a otro con suave brusquedad, como cambiando de canal y adaptándose de la carcajada de una comedia a la seriedad de una confesión en una fracción de segundo.
– Cuando un hombre de a pie recurre al cielo para que se cumpla su anhelo es porque ya agotó sus recursos terrenales para conseguirlos -le confesé-. Y pedí que vinieras, porque te busqué con el alma y te esperé mucho tiempo… y ahora que te tengo no puedo más que disfrutar tu encanto, tu dulzura, tu magia, tu belleza.
Me dijo que también la hago feliz y sentí un cosquilleo frío que recorrió mi espalda y debilitó mis brazos y mis piernas. Creo que notó mi lagrimeo y fingió distraerse con el ruido de la calle para no avergonzarme. Cuando me quité los lentes oscuros que no se correspondían con el sol desfalleciente del atardecer, la vanidad me dictó más preguntas… quise escuchar de su voz qué la hace feliz de mí, induciéndola al absurdo de admitir y explicar la felicidad.
– Cómo me cuidás, cómo me divertís – desenvolvió sin titubear como si hubiera estado esperando mi pregunta.
Bajamos del auto y anduvimos unos metros hasta la pastelería. No se parecía a la de nuestra charla surrealista… eligió la torta de queso, decidió qué decoración agregarle y volvimos a casa a hundirle las nueve velitas.
– Tenés el don de hacer feliz a los que te rodean, mi linda… te merecés un muy feliz cumpleaños.
(*) Desde EE.UU
Imagen: Paula Saldaqui
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