Por Valeria Tellechea
Cada vez que se analiza la relación entre aquello que norma, como la ley educativa en este caso, y aquello que se lleva a cabo, como lo es cualquier práctica social, siempre estaremos en una situación compleja. Es buscar los puntos de encuentro entre lo estático y lo práctico, entre lo dado y lo que se transforma continuamente. Es cierto también que una surge de la otra y viceversa, pero ¿cómo se puede pensar en ordenar cuando todo está en constante movimiento?
Dentro de este contexto, la ley educativa determina que los diseños curriculares sean prescriptivos; éstos fijan, recortan, obligan; mientras que los contextos se diversifican, se complejizan y se regionalizan. Desde las experiencias particulares, se considera que el ámbito áulico permite una mayor libertad en el quehacer diario. Sin embargo, existe también una regla básica dentro de cualquier marco legal: lo que no está escrito, no existe. Todo se vuelve taxonómico. No podemos entonces ya pensar en formas cerradas, absolutas, cuando es la misma ley que explicita el respeto por la diversidad en cualquiera de sus formas. Es por ello que esta libertad que no se nombra, que es real (y debe serlo), convendría también que pueda formar parte de lo curricular.
Tal vez todo esto pueda asimismo traer una mirada diferente sobre la misma formación docente, como espacio de autocrítica y autorreflexión; entender que no es un lugar sacralizado, que no se trata de un dogma sino de un espacio entre tantos otros espacios educadores que no tienen por qué ser, única y necesariamente, la institución escolar. Nada se pretende ni se alcanza por generación espontánea, pero quizás puede ser también una forma de quebrar distancias, de llegar a entendimientos, no solo dentro de la misma escuela, sino en el conjunto de la sociedad que, más allá de la crisis que vive la institución escolar, sigue esperándolo todo de ella; y dentro de esa sociedad, la ley no queda excluida.
Se pide igualdad e inclusión pero nos cuesta entender que nuestra realidad no es la realidad, sino que es un entramado complejo donde el quehacer docente es una parte de todo ello. Desde allí podremos tal vez saber cuáles son nuestras propias limitaciones para que puedan reflejarse en la ley. No se trata de abandonar la estructura, sino adaptarla, transformarla en redes semejantes a una telaraña, flexible pero resistente. Como diría François Dubet hace falta un conflicto de principios para lograr una escuela del equilibrio.
0 comentarios