El Deseo de Elfriede Jelinek: entre la explotación y la dominación

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Por Guido Fernández Parmo

 

Realizaremos una lectura de la última novela de la escritora sueca Elfriede Jelinek El Deseo y la tomaremos como excusa para pensar ciertos temas vinculados a la problemática de género.

A partir del texto, vamos a pensar las relaciones que existen entre la explotación y la dominación, la división de la sociedad en clases y los distintos ejercicios del poder. Esto quiere decir pensar dos dimensiones distintas presentes en nuestra interpretación acerca de la mujer en la sociedad capitalista: por un lado, la explotación remite a la explotación capitalista, a la explotación económica de una sociedad que la divide en dos grandes clases tradicionalmente propuestas como la burguesía y el proletariado o los trabajadores. Desde esta perspectiva, no aparecen las relaciones de género. Pero por otro lado, pensaremos a la dominación, que remite directamente a la dominación masculina de nuestra cultura presente prácticamente en todas las sociedades, es decir, en sociedades no capitalistas también. Esta dimensión es la que ubica a hombres y mujeres en los extremos de una relación de poder: el hombre que ejerce su poder sobre la mujer para alcanzar la dominación.

La novela de Jelinek entrecruza estas dos dimensiones, incluso extendiéndolas todavía más allá a una dimensión natural y animal. Jelinek realiza una operación discursiva que hace que la historia aparezca como en un caleidoscopio, es decir, como una gran composición de fragmentos que se reflejan y desdoblan unos en otros: objetos, órganos sexuales, plantas, personas, cosas, autos, esquíes, máquinas, etc.: se trata de una composición en donde el narrador parece estar observando los acontecimientos como por detrás de un vidrio repartido. La novela transcurre en un pueblo de Austria, hay un director de una fábrica de papel y una esposa que mucho no tiene para hacer en su vida doméstica. Un pueblo que vive de la explotación y de las migajas del director. El director, atemorizado por los peligros del sida se fija de nuevo en su esposa para satisfacer sus deseos desenfrenados, tan desmesurados como la misma explotación que ejerce sobre sus empleados. En el familiar contexto doméstico, y frente a los ojos de un niño siempre inconforme y exigente asiduo de regalos siempre nuevos, se suceden escenas que mezclan la obscenidad con la violencia. La mujer terminará ella misma buscando fuera del hogar una nueva relación sexual, que no tardará en reproducir la de su marido.

Sexualidad y política

Vamos a deconstruir el caleidoscopio propuesto por la novela. Por empezar por algún lado, resaltemos la dimensión de la explotación y, con ello, ponemos los supuestos teóricos-conceptuales de nuestra interpretación. El director encarna, casi al modo de un tipo social, el rol del burgués. Pasados más de doscientos años, nos empecinamos en mantener un sistema económico que lo único que sabe producir a ciencia cierta es pobreza.

La sociedad capitalista es un tipo de sociedad que, en términos de Deleuze y Guattari, no inventa ningún código social nuevo. Si entendemos que un código es la cualificación de un flujo indeterminado mediante un sistema de cortes, podemos entender a las sociedades en función de sus códigos. Ahora bien, todo código implica una producción, a su vez, de otro flujo: la máquina biológica que, ante el flujo de células, separa las vivas de las no-vivas, y produce hacia otro polo un flujo de cabello que será cortado por otra máquina. El flujo es lo indeterminado, lo innombrable, lo dionisíaco, flujo indiferenciado que se manifiesta en determinaciones particulares como las máscaras de Dioniso.

La particularidad del capitalismo es que es una máquina social que, a diferencia del resto de las antiguas sociedades que buscaban codificar o cualificar los flujos, persigue la des-codificación, tiene como objetivo no la determinación de un modo social sino el “incremento incesante del capital”, el flujo mismo del Capital. Para poder incrementar incesantemente al Capital es preciso barrer todos los límites y obstáculos, todo debe convertirse en mercancía que valore al Capital: una zapatilla, una remera del Che Guevara, un aguayo andino, etc. Lo que antes era una parte constitutiva de una sociedad determinada, ahora debe ser sólo el medio que permite extraer ganancia. Esto es la descodificación que provoca el capitalismo que sólo se sirve de esas formas cualificadas como medio para extraer ganancia.

La explotación, de esta manera, no hace otra cosa que posarse sobre antiguos códigos, o formaciones del poder, para extraer el flujo abstracto de capital. En términos de Marx, se trata de la diferenciación entre la cualificación del valor de uso y la cuantificación del valor de cambio. El director explota a sus empleados y explota a su mujer: existe una continuidad entre un vínculo y otro: la mujer es, culturalmente, la que mantiene al hombre, la que aporta su valoración: ella es la encargada de la reproducción de los nuevos hombres burgueses del futuro: “A veces la mujer no está satisfecha con esas máculas que pesan sobre su vida: madre e hijo. El hijo el vivo retrato del padre, un chico único, pero se deja fotografiar. Sigue los pasos del padre, para poder también él llegar a ser un hombre. Y el padre le presiona de tal modo con el violín, que le salen espumarajos de la boca. La mujer responde con su vida de que todo vaya bien, y se sientan bien juntos. A través de esta mujer, el marido se ha proyectado hacia la eternidad. Esta mujer es de la mujer familia posible, y se ha proyectado en su hijo”. Las relaciones de explotación invaden así las relaciones familiares. Los vínculos familiares se trastocan en vínculos de clase: el capitalismo, de esta manera, desconoce los códigos, aunque se sirva de ellos para la acumulación abstracta.

La explotación tiende sus tentáculos a toda la vida, material, espiritual y natural, de los hombres. Naturaleza y sexualidad, mercado y producción, se encuentran entremezclados en la vida de estos habitantes. Pero cuando la explotación se posa sobre la sexualidad y sobre las mujeres, se apropia de la dominación. Si suspendemos por un momento a la dimensión económica, la dominación aparece como el vínculo que se cierne sobre los seres humanos. El hombre domina a la mujer, como los adultos dominan a los niños. La dominación masculina del director no sabe graduar su violencia cuando se trata de su mujer. La mano dura, entrenada en la explotación, hace malabares en la dominación.

La dominación masculina parte de cierta antigua división del trabajo en donde las mujeres se vieron confinadas al dispositivo familiar y del hogar, a cierta arquitectura en el ejercicio del poder que al momento en que la excluye produce la propia justificación de la exclusión, es decir, produce a la mujer como el ser que debe ser excluido. La violencia de la exclusión de los medios de producción. Las mujeres son las primeras en sufrir la explotación capitalista. Sin embargo, esta tesis acerca de la dominación masculina no nos satisface del todo. No porque no exista, necio sería sostener una cosa así. No nos satisface porque a la luz de la lógica del capitalismo, la explotación no reconoce códigos: el capitalismo no es por naturaleza machista. Pensar en una cosa así sería pensar que el capitalismo funciona a través de un código como el que determina hombres y mujeres como seres humanos distintos. Sin embargo, este código es más antiguo que el propio capitalismo que sólo se aprovecha de él, como de otros códigos (blanco-negro, cristiano-indígena, joven-adulto, etc.). En su esencia al capitalismo poco le importa que sean los hombres quienes están a cargo de la explotación, lo único que quiere es que esta tenga como resultado la constante e incansable acumulación de capital.

De esta forma, la dominación no puede entenderse sin la explotación, y viceversa. El caso es que  la mujer es dominada, se ejerce sobre ella un tipo de poder que la produce como ese ser inferior y sin privilegios.

Se llega a un punto en donde no sabemos qué estamos observando, de qué estamos hablando: de una mujer, de una mercancía, de un producto, de una eyaculación sexual, de dominación, de explotación.

La dominación que explota, la explotación que explota dominando. ¿Cuál es el valor, entonces, de la lucha por eliminar la dominación masculina? O podríamos preguntar, ¿cuál es valor de luchar por los derechos de los indígenas (sus derechos, no los nuestros que creemos que también son los de ellos), por los de los negros, de los  homosexuales, etc.?

¿Tiene sentido una liberación de la dominación sin una liberación de la explotación? Estamos convencidos que la respuesta es negativa. Sin embargo, no es sino a partir de esas formas concretas y determinadas de la dominación que se puede empezar el doble proceso de liberación. No se lucha contra la explotación capitalista desde alguna identidad universal y abstracta. Uno nunca se reconoce en nociones universales como los trabajadores, las mujeres, los negros. Una es una mujer, un negro, un trabajador. Es más, uno/a es una mujer-negra-trabajadora concreta y particular. Desde esa particularidad o localidad se parte para hacer saltar la explotación y, con ella, la dominación. La mujer, como cualquier otra forma de identidad particular, es la base a partir de la cual se puede luchar contra lo único universal en esta sociedad: la explotación capitalista. Allí radica el valor de las luchas de las mujeres: en que desde su identidad particular es una rampa para alcanzar lo universal ya que uno siempre se encuentra en coordenadas locales. Una de ellas puede ser la de las mujeres. No hay que pensar que las luchas son luchas distintas, paralelas, porque la vida material se encuentra siempre mezclada: cuando uno lucha, lucha a partir de la dominación particular sufrida contra la explotación de todos. Dejamos que Foucault, en su entrevista con Deleuze, concluya: “desde el momento en que se lucha contra la explotación, es el proletariado quien no sólo conduce la lucha sino que además define los blancos, los métodos, los lugares y los instrumentos de lucha; aliarse al proletariado es unirse a él en sus posiciones, su ideología, es retomar los motivos de su combate. Es fundirse. Pero si se lucha contra el poder, entonces todos aquellos sobre los que se ejerce el poder como abuso, todos aquellos que lo reconocen como intolerable, pueden comprometerse en la lucha allí donde se encuentran y a partir de su actividad (o pasividad) propia […] Como aliados, ciertamente, del proletariado ya que, si el poder se ejerce tal como se ejerce, es ciertamente para mantener la explotación capitalista [Y más adelante, Deleuze agrega:] Y no se puede tocar un punto cualquiera de aplicación sin encontrarse enfrentado a este conjunto difuso que desde ese momento se estará forzado a intentar reventar, a partir de la más pequeña reivindicación. Toda defensa o ataque revolucionario parciales se ensamblan así con la lucha obrera.”

Sexualidad y naturaleza

Una segunda invasión del deseo es la de la naturaleza. La propia naturaleza se encuentra mezclada con el deseo, sólo que ella pierde sus características científicas y se vuelve una nueva superficie de registro para las diferenciales relaciones de poder que atraviesan a la sexualidad y a la sociedad. Por otro lado, también ella es la gran productora de mercancías, la proveedora de las materias primas para consumir, la proveedora de las superficies para realizar los deportes, etc. La sociedad capitalista en su conjunto, la dominación y la explotación, también deglute a la naturaleza, la capitaliza, en el sentido en que Sartre decía que el hombre humanizaba a la naturaleza.

Gerti se cansa de la rutinaria violencia del marido y busca fuera de su hogar una nueva relación. En un centro de esquí, ella conoce a un joven, futuro político del partido popular austríaco. Se trata de todo lo que su marido ya no puede darle, al menos aparentemente y en un principio. El joven también se siente atraído por esta mujer madura, elegante, y se reconoce en la naturaleza en los animales de presa, en los hombres que explotan industrialmente.

La naturaleza deja de ser el criterio y el referente  para medir a la sexualidad ya que ella misma se encuentra en un mismo plano con respecto a lo social, a lo sexual y a lo político. Naturaleza y sociedad, naturaleza y humanidad, naturaleza y cultura ya no se oponen. El proceso es en donde lo natural, lo social, lo político y lo sexual se unen y confunden. El conocimiento científico sobre la naturaleza ya es una forma de humanizarla. Lo natural está tan fundido con lo social como la explotación con la dominación.

De esta forma, lo que vemos es que el propio deseo es, como dicen Deleuze y Guttari, inseparable de lo social. El deseo mismo es el que se juega en la relación del director con la mujer, pero también, como se ve en la novela, el que se juega en la relación del director con sus empleados.  El monstruo sexual aquí es un monstruo político y el perverso, el desviado, el raro, vienen a ser figuras que resisten las envestidas de la represión social. La enfermedad, así, se vuelve política ya que el deseo, que tendría ciertas características normales-naturales, se ha vuelto social y político. La desnaturalización del deseo implica por lo tanto una caída de la enfermedad o de la desviación. Se trata sólo de juegos de fuerzas arbitrarios en donde el concepto de deseo normal o de sexualidad normal está enfrentado al de sociedad normal, al de costumbres normales. Lo natural se ha vuelto social, así como lo social se ha vuelto natural en su identificación en el concepto de proceso.

Bibliografía

Deleuze, D.-Guattari, F. El anti-edipo, Paidós, Barcelona, 1995

Jelinek, E. El Deseo, Destino, Buenos Aires, 2004

Imagen: Fasinpatok – Paula Saldaqui

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Marisa es referencia en el mundo de la poesía y del hacer colectivo. Fue llegando allí desde la educación formal, pero como nosotras y tantas otras las derivas la condujeron hacia los feminismos y la degustación del Té.