Entrevista a Carlos “Calica” Ferrer
Por Susana Salina
Carlos “Calica” Ferrer, autor del libro que relata el último viaje de Guevara por Latinoamérica, cuenta cómo fue su amistad con el Che. A poco de cumplirse, el 14 de junio, un nuevo aniversario del natalicio del “Che” Guevara, Calica abrió las puertas de su departamento de la calle Anchorena de la Ciudad de Buenos Aires, y en un cordial y caluroso recibimiento, rodeado de retratos con la imagen de Ernesto, relató entre añoranza y alegría las andanzas junto a su amigo.
En su libro “De Ernesto al Che”, Calica cuenta que el 7 de julio de 1953 el médico Guevara, de 25 años, y él, de 24, partieron en tren desde la estación Retiro. El viaje que iniciaron juntos concluyó en Ecuador; allí el joven doctor conoció a unos dirigentes del partido comunista y a través de ellos se contactó con los pocos especialistas en lepra que había en la ciudad, también se le despertó el interés por Guatemala, le inquietaba conocer la experiencia de un gobierno socialista encabezado por un militar, Jacobo Arbenz, en medio de una América dominada por Estados Unidos. El 31 de octubre de ese mismo año, Ernesto partió a Guatemala, mientras Calica pasaba por Quito para aterrizar en Venezuela donde vivió varios años. Cuando Guevara entró en la clandestinidad en México dejó de recibir noticias suyas. Un día, Alberto Granado llegó con un ejemplar del diario “Universal”, ahí estaba Ernesto, como uno de los detenidos acusados de estar preparando una invasión a Cuba desde México. Figuraba como “un médico argentino”. Ya era el Che.
Anécdotas de Calica con el Che
Amigos… a las trompadas
Nos conocimos en Alta Gracia en 1932, Ernesto tenía 4 años y yo 3. Mi padre era médico especialista de pulmón, él tenía problemas de asma, como tuvo toda su vida, un asma terrible fue a Córdoba en busca de un clima y de una medicina especializada, entonces mi padre asistía a la familia Guevara.
Recuerdo que cuando éramos chicos íbamos a las fiestas infantiles, si nos tocaba algún cumpleaños en lo de los Guevara, los Ferrer decíamos: “No, no queremos ir a la casa de esos pelotudos, porque nos pelean”. Pero lo mismo les pasaba a ellos con nosotros. Era una época en que las cachetadas y trompazos que nos dábamos mutuamente, resultaban moneda corriente.
El antiperonismo
De allí nació una gran amistad, que estaba respaldada por una similitud de ideas políticas de ambas familias. Fuimos antiperonistas, en aquel momento las federaciones universitarias de todo el país lo eran. Estábamos influenciados por el medio en el que vivíamos. El entorno de Ernesto, tanto los Guevara Lynch como de La Serna, eran de alcurnia, aunque ya estaban secos, nosotros también teníamos una buena posición económica. Todavía no habíamos entendido el proceso revolucionario que se estaba gestando, pero con el tiempo tanto Ernesto como yo lo fuimos comprendiendo. No estábamos con Perón, sin embargo, reconocíamos que ciertos cambios que generó, fueron revolucionarios.
Conducta Pésima
No siempre estuvimos juntos en el mismo colegio. Pero sí recuerdo, que las notas de quinto grado eran bastante malas, ambos teníamos en conducta “regular”, por no ponernos pésima. Ernesto tenía muchas faltas relacionadas con el asma. Cuando jugábamos al fútbol, para dividirnos en equipos, lo hacíamos separándonos en ateos contra católicos.
El chancho
A Ernesto le decíamos chancho porque siempre andaba desarreglado, a diferencia de nosotros, que permanentemente estábamos pendiente de la pilchita, del saquito y de la corbata. Todo eso a él le importaba un pito, le daba lo mismo ponerse una ropa de un color con otra que no combinara. Pero igual, siempre fue pintón.
Bienvenidos
Ernesto vivía cerca de la cancha de golf, de manera que los chicos, también los caddies (personas que llevan los palos de golf de un jugador durante un partido, ayudantes o consejeros) nos pasábamos el día entero ahí. La particularidad del hogar de los Guevara, era que había más libros que adornos, la casa siempre estaba abierta, sin ningún tipo de exclusividad para nadie. Un tipo como yo era tan bien recibido, como los muchachos que eran caddies. Los que siguen viviendo en Alta Gracia, visitan seguido el museo, y aún siguen siendo mis amigos.
Un tronco bailando
A Ernesto le iba muy bien con las chicas, aunque era un tronco bailando, le daba lo mismo bailar tango, vals o cualquier cosa. A propósito, cuando ponían una música le indicábamos que era tal o cual, pero no era así, él intentaba bailar lo que nosotros le decíamos, después se acercaba y molesto nos decía: “che pero qué me dijeron”, era para jorobarlo un poco. El tiro nos salía por la culata, porque las chicas se le acercaban y lo invitaban a la casa para enseñarle a bailar, eso era un entre, hasta su madre y la mía intentaban enseñarle los pasos del folk-trot y el tango. Ernesto conocía bien la teoría, lo que sucedía era que no le entraba la música. Hay una anécdota de Sierra Maestra, en un momento uno de los combatientes miró a su compañero, le hizo señas, y le dijo: “ahí tenés al comandante asesinando un tango”; porque claro, las letras de tango son muy profundas y él las sabía, el tema era cuando quería cantar.
Los viajes
Como era un tipo inquieto que quería conocer, hizo muchos viajes. Los Guevara no estaban en una situación como para gastar en turismo, así que Ernesto se las ingeniaba, le agregó a la bicicleta un motor, no mucho más grande que un pomelo. Con ella pudo recorrer el norte del país, hizo alrededor de 4.000 km, dormía debajo de puentes, en las comisarías, hospitales. También se inscribió en la Flota Mercante Argentina como enfermero, por lo que pudo efectuar tres viajes al sur y uno a Centro América, después dejó porque estaba muy poco tiempo en el Puerto, que era lo que quería conocer. Más tarde, realizó el viaje con Alberto Granado.
Ernesto siempre tuvo la virtud de escribir y detallar todo. Enviaba unas cartas a la madre, contándole sobre los lugares visitados, a mí me parecía una aventura fantástica, me reprochaba una y otra vez por no haber ido con él. Pero me había prometido que a su regreso organizaría otro conmigo, sobre todo, después de haber descubierto con Alberto que en Venezuela había una situación económica fabulosa para una minoría, porque el pueblo venezolano vivía en la más rancia pobreza, pero cualquier tipo con una buena educación conseguía trabajo enseguida.
El petiso Granado, que ya era Bioquímico, desde aquel viaje se había quedado a vivir cerca de las costas de Caracas, trabajaba en un leprosario que se llamaba Cabo Blanco, por eso programamos ir a Venezuela, para luego saltar a otro lado.
“Acá tenés, Pelotudo”
La invitación al viaje la recibí con mucho entusiasmo, pero no me la tomé muy en serio. Ernesto primero debía recibirse de médico, le faltaban doce materias, ¿qué carajos las iba a poder dar en un año?, pensé. Sólo con esa condición teníamos vía libre para partir, para ello, habíamos pensado en todas las alternativas de transporte que fueran las menos costosas posible: en tren, a dedo, en camiones, en lomos de burro, hasta Venezuela donde nos encontraríamos con el Petiso Granado. Al año, un buen día se apareció por mi casa, y refregándome por la cara su libreta universitaria me dijo: “Acá tenés, pelotudo. ¿Así que no me iba a recibir?”, y bueno, nos fuimos.
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