Un niño nace

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Por Nadia Beherens

Es como estar a la intemperie. Dejó sus palabras y éstas no dicen cualquier cosa.

Adentrarse en el universo de Luis Alberto Spinetta puede resultar en un oxímoron. Se nos presenta como algo familiar pero a su vez extraño, ajeno, algo así como un desafío. Su aporte a los cimientos de nuestra cultura a través de su música ha sido sustancial. Desde mi experiencia, Luis es el rostro, la guitarra, la voz, la palabra, la humildad, la humanidad, el humor, el antídoto. Tan sencillo como advertir un cambio de forma en la medida que sus letras te atraviesan y enterarse que no hay vuelta atrás.

El vacío se vuelve una silueta negativa de algo que se desprendía de él. Un aura de eternidad, la creencia en algo que no se termina. Como dijo él mismo alguna vez acerca de John Lennon: “es una sensación de desamparo porque su energía le hacía bien a este mundo”.

Cultivándose a sí mismo, Spinetta hizo la suya y creó desde su instinto, desde su primitivismo. El rock, el folklore, el tango, la bossa, la música española. Todas las expresiones de esa época eran necesariamente absorbidas. No se trataba de hacer “rock”, sino de elaborar, de hacer nacer algo más profundo, que hundía sus raíces en la amplia cultura argentina. Para el Flaco, explicar su “rock” era una especie de insulto. Fue un autodidacta al que no le hicieron falta más que ir a un par clases para aprender unas notas y con eso lanzarse a construir su propio estilo, el que nunca abandonó, porque ese estilo no se aprende en la academia, ni en la radio ni en otros discos, se aprende en comunicación con lo que acontece más allá de la música: con la vida, la muerte, el conocimiento, la filosofía. Son los años ‘60. No existe la copia de música. No existe la accesibilidad. Existe el compartir entre unos pocos lo que hay y lo que llega.

Haciendo una ínfima selección descriptiva, notamos que se trata de un simple mortal pero que a los 15 años sabía que iba a volverse canción o “barro tal vez”.  Que a los 18 años traducía en letra el dolor de la cuidad. Que en 1973, escribía un manifiesto que denunciaba el cercenador negocio con la música. Y que conmovido por las contradicciones de los humanos y por la trama sucia de la cultura y el poder, escribía una de las canciones que más nos señalan como responsables como sociedad: “La bengala perdida”, casi dos décadas antes de Cromañón.

En el mundo spinetteano la música es milagro; acompaña a la vida, nutriéndose de ella. No hay un catálogo. Hacer música no es seguir la moda, si no seguir un sentimiento común con otras gentes, con lo que nos rodea. Siempre un caballero de la causa libertad. Siempre escribiendo al mañana, al retoño, al cosmos.

Por ahí leo: “el indiscutible”, “el citable flaco”. Innumerables críticas y reseñas intentan explicar, dejar un testimonio o en cierta medida exorcizar. Todas ellas se ven en el deber de citarlo o titular con una canción. Explicar al artista a través de su obra. Un artista al que le cabe la talla de su obra.

Su carácter distintivo deviene en gran parte de su humildad. Cuando le preguntaban acerca del público no había forma de sacarle una respuesta en la que él sea el foco. Era de esos que no gustan de mentirse a sí mismos y es por esto que no cantaba letras que ya no lo representaban. El Flaco decía: “que el pasado no me rompa a mí”.

Esa semana de febrero la ciudad de Buenos Aires era un fuego. No sé porque no es extraño pensar que aquel viento que invadió el día 8 tuvo algo que ver con una despedida.

Esta reseña no viene a vaticinar ni a proclamar nada. Pero ¿cómo darle fin? Podría continuar. Nos encontramos con un vasto océano en el que al sumergirse una saca algo nuevo.

Nos queda un momento de silencio para darnos cuenta que el valor se halla en su música. Que nos habla de él y nos habla de nosotres. No hay un mapa.

 Imagen: Florencia Ortega

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